Tía Eva.
La conocí cuando mi madre y mi abuelo se reconciliaron. Nuestra familia está plagada de distancias y largos tiempos mudos. Sería el año de 1952 cuando nos llevaron a Teziutlán, o tal vez fue antes, no lo sé, pero para el año 1955, ya estábamos instalados en “La Misma Idea”, era una clásica tienda de pueblo, donde se vendía maíz, frijol, refrescos, hasta aguardiente de caña, de todo había.
Mi abuelo era de ojos verdes, gordo y diabético, tenía una cantina-tienda llamada “La Chiquita”, él la atendía y le brindaba a sus hijas todo, eran muy consentidas, su único hijo era dominante y caprichoso, nadie estudió más allá de la primaria. Entre esas hijas volubles, estaba mi tía Eva, era muy hermosa, su mentón lo adornaba un hoyuelo, cabello negro, risueña, con una risa encantadora.
Hubo chismes, cartas anónimas contra nuestra familia y mi abuelo las creyó todas. Y otra vez distancia y tiempo mudo.
Cuando el abuelo estuvo muy enfermo, vino a nuestra casa y lo cuidamos entre toda la familia, se regresó a Teziutlán y murió. Cuentan que mientras mi abuelo agonizaba en un cuarto de “La Misma Idea”, mi tía Eva daba a luz a su hija Susana en la habitación de a lado. El abuelo dejó una buena herencia a sus hijas e hijo, pero ellos no sabían trabajar y se dedicaron a despilfarrar el montón de dinero y tres propiedades que eran enormes. Sin dinero y muerta la hija mayor de nombre Isabel, acudieron a la Ciudad de México, a mi casa, que era muy pequeña, recibimos a Queta la segunda esposa de mi abuelo y a sus hijos Eva y Armando, mi tía Eva tenía una niña como de tres o cuatro años, llamada Susana. Recuerdo que mi tía Eva no tenía dientes, sólo los colmillos, no se hablaba del esposo, solo mencionaban a Cuco el trailero. La belleza de antaño se opacaba con esos labios fruncidos, el cansancio y el abandono del arreglo personal, ya que no tenían dinero ni trabajo y nada sabían hacer. Mi tía Eva atendía a su hija con esmero, entró a trabajar como recepcionista en un consultorio médico, mi tío tuvo que aprender un oficio, pues era un inútil. Un día se fueron y no supe más de ellos, nada, ni una carta, un telegrama, un saludo, nada. Poco tiempo después, nos enteramos que vivían en Cuautitlán con Cuco.
Más distancia y tiempo apagado. Somos una familia dispersa, no nos soportamos por mucho tiempo, o nos comportamos de manera tóxica y la parentela se aleja, no lo comprendo, tanto la familia Martínez como la Garrido no nos frecuentamos, será por salud mental, ya que la distancia evita los problemas.
Un día me propuse buscar a la familia Martínez y fui a Teziutlán encontré a una nieta de mi tía Isabel habitando lo que antes fue “La Misma Idea”, ahora todo era de lujo, conservaron el estilo, pero brillaba entre las otras casitas. La nieta estaba recién parida, nos presentó a la tataranieta de mi abuelo. Regresé con la firme convicción de buscar a mi tía Eva, en las redes sociales encontré a Susana y nos pusimos de acuerdo para una reunión familiar.
Mi tía Eva seguía hermosa, tenía una fonda y le fascinaba cocinar, ese día me invitó unos huevos en caldillo de jitomate, que estaban deliciosos, platicamos, armamos nuestros recuerdos, ella sacó fotos, me enseñó el pasaporte de mi abuelo emitido en 1921, supe de su otra hija, me regaló un chal y se puso muy contenta, era el mes de septiembre, un sábado por la mañana, nos despedimos con la certeza de frecuentarnos. Tía Eva estaba sorda, sus lindos ojos centellaban enojo, hartazgo cuando no entendía lo que se hablaba. Levantaba la voz como si anduviera en el cerro del Colihui en Teziutlán. Llamarla por teléfono era una buena intención que terminaba en un adiós, sin que ella escuchara quién le había hablado.
Distancia, tiempo, distancia… el 14 de septiembre de 2021, me entero en las redes sociales que mi tía Eva había muerto y al mismo tiempo festejaban el nacimiento de su primera biznieta.
Ana Lilia Garrido Martínez
20 de septiembre de 2021.